Los arqueólogos acaban de revelar tres descubrimientos en el Templo Mayor: el primero es el Templo de Ehécatl, el segundo la cancha del juego de pelota y el tercero un enorme Tzompantli.
Estos hallazgos comenzaron 7 años atrás con los vestigios en un edificio de la colonia de más de 500 años de antigüedad a espaldas de la Catedral Metropolitana de la Ciudad de México.
El Templo de Ehécatl
El templo de Ehécatl, deidad del viento que barría los cielos y atraía la lluvia, se encontraba frente al adoratorio de Tláloc, “deidad fecunda que residía en el Templo Mayor” explicó el arqueólogo Raúl Barrera, supervisor del Programa de Arqueología Urbana (PAU), del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH).
Este se remonta al periodo 1481-1486; es de estructura rectangular con 34 a 36 metros de longitud y, en su parte posterior, adosados dos cuerpos circulares, el mayor con 18 metros de diámetro aproximadamente, que se encuentran separados por un andador de 1.10 metros.
Según explicó el arqueólogo Eduardo Matos, investigador emérito del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), la parte superior del edificio fue construida probablemente para parecer una serpiente enrollada.
Los sacerdotes habrían ingresado por una puerta que se vería como si fuese la nariz de la serpiente.
En la estructura del templo de Ehécatl se han podido corroborar tres etapas constructivas y por sus características arquitectónicas corresponden a las fases V, VI y VII del Templo Mayor (1481-1521) durante los periodos de gobierno de los tlatoanis Tízoc, Ahuízotl y Moctezuma Xocoyotzin. La última etapa es la que pudieron haber visto los conquistadores españoles a su llegada y que consignaron en sus relatos.
La cancha del juego de Pelota del Templo Mayor
Por otra parte se detectaron los restos de una escalinata por donde debieron ingresar los combatientes a la cancha del juego ritual que era una plataforma de por lo menos 9 metros de ancho.
“Las fuentes históricas refieren que Hernán Cortés conoció el recinto sagrado de Tenochtitlan en compañía del tlatoani Moctezuma Xocoyotzin, quien le dio un recorrido por sus principales edificios, e incluso se dice que tuvo la oportunidad de observar el desarrollo de un juego de pelota, muy probablemente en la cancha principal, cuyos restos se han ido verificando en distintos salvamentos arqueológicos”, apuntala Raúl Barrera.
Bajo el piso de la escalinata del juego de pelota, a 60 cm de profundidad en una fosa de 45 cm de diámetro, el equipo de arqueólogos ubicó una ofrenda “excepcional”, revela Vázquez Vallín, la única ofrenda ritual hallada hasta ahora en las excavaciones de Guatemala 16.
“Al interior de la fosa, se colocaron grupos de vértebras cervicales articuladas, y un par de fragmentos de navajillas de obsidiana” que correspondían a una treintena de individuos niños y jóvenes”, detalla la arqueóloga Lorena Vázquez, del PAU, y propone que podría tratarse de una ofrenda de clausura de una de las tres etapas constructivas.
Se dice que en este teotlachco o juego de pelota solía jugar el gobernador mexica Moctezuma II, el cual estaba alineado al adoratorio de Huitzilopochtli, dios principal del imperio, que compartía la cima del Templo Mayor, representación del Coatépetl, con el del Tláloc.
Barrera a su vez relató que a la llegada de los españoles a Tenochtitlan, Moctezuma invitó al conquistador español Hernán Cortés a ese lugar para que presenciara juego de la pelota.
A Cortés le gustó tanto que “llevó jugadores a España para exhibirlos, que Carlos V (de Alemania y I de España) pudiera presenciar el juego de pelota”, comentó.
Aun así, agregó, los españoles “nunca entendieron que se trataba de un juego ceremonial”.
Estas edificaciones estuvieron en uso por lo menos desde 1481, pasando por los gobiernos de Tízoc, Ahuízotl y Moctezuma Xocoyotzin, hasta 1519, cuando llegaron los españoles a la capital mexica.
Se presume que ambos edificios, el juego de pelota y el templo de Ehécatl —separados por poco menos de siete metros— estuvieron en uso desde 1481 hasta 1519, coincidiendo con el arribo de los españoles. Consumada la conquista, los edificios tenochcas fueron desmantelados paulatinamente en periodos posteriores para construir la capital virreinal.
Los vestigios de estos dos recintos en un predio ubicado en la calle Guatemala, a espaldas de la Catedral Metropolitana de la Ciudad de México, quedarán resguardados próximamente en un museo subterráneo.
Este museo, que estará abierto al público, estará debajo de un hotel, dado que el predio donde se encontraron los vestigios pertenecen a un particular que tenía estos planes de construcción, que no serán obstaculizados después del acuerdo alcanzado con el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH).
Para el arqueólogo Barrera, “la trascendencia de estos hallazgos consiste en que, poco a poco, el dato arqueológico va confirmando o corrigiendo la documentación histórica sobre lo que fue el centro ceremonial (Templo Mayor) de México-Tenochtitlan, el cual se extendía por aproximadamente un cuadrángulo de 500 metros por lado con 78 edificaciones”.
El Tzompantli del Templo Mayor
Su nombre en náhuatl significa “hilera o fila de cráneos”. Esta compuesto de una plataforma de piedra que soportaba una empalizada cruzada por travesaños, útil para colgar y exhibir las cabezas de los sacrificios, cuyas vidas habrían sido ofrecidas al dios Huitzilopochtli.
El tzompantli fue una práctica religiosa común en muchos lugares de Mesoamérica. Pero el Huei Tzompantli o Gran Tzompantli del Templo Mayor fue el que horrorizó a los conquistadores españoles cuando arribaron a Tenochtitlan.
Y es éste, del que sólo se sabía por relatos históricos, el que un equipo de especialistas del Programa de Arqueología Urbana (PAU), del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) descubrió en el 2015 a dos metros de profundidad bajo el piso de una casona colonial en la calle de Guatemala, en el corazón de la Ciudad de México.
En los restos de una torre de cráneos, un muro cilíndrico de seis metros de diámetro construido con cientos de calaveras humanas, amalgamadas con cal y en varias hileras, que forman una estructura similar al brocal de un pozo de agua, y que descansa en la esquina noreste de la plataforma del tzompantli, que es la parte que hasta este momento se ha identificado, precisa Barrera.
El militar y cronista extremeño Andrés de Tapia, que llegó a Tenochtitlan en la leva de la conquista, hombre de confianza de Cortés, narra en su Relación… cómo era el tzompantli:
“Estaban frontero de esta torre (se refiere al Templo Mayor) 60 o 70 vigas muy altas (…) puestas sobre teatro muy grande hecho de cal y piedra, y por las gradas de él muchas cabezas de muertos pegadas con cal, y los dientes hacia afuera (…) y las vigas apartadas unas de otras poco menos de una vara de medir, y desde lo alto dellas hasta abajo puestos palos cuan esposos cabíen, y en cada palo cinco cabezas de muerto ensartadas por las sienes (…)”.
Y en otro renglón del relato dice: “Estaban de un cabo y de otro de estas vigas dos torres hechas de cal y de cabezas de muertos, sin otra alguna piedra, y de los dientes hacia afuera (…)”.
El equipo de Raúl Barrera parece no tener dudas y confirma que el relato del cronista español coincide con este hallazgo de una de las torres de cráneos que reposa sobre la superficie del Huei Tzompantli de Guatemala 24, de la cual se conservan casi dos metros de altura y en la que se han identificado claramente 350 individuos, “pero pudieran ser cientos más”, asegura la arqueóloga Vázquez Vallín.
Los vestigios encontrados corresponden a los años inmediatos anteriores al contacto español, entre 1481 y 1502, lo que anticipa que los ritos de sacrificio pudieron estar vigentes a su llegada y que efectivamente los conquistadores los habrían presenciado, lo cual dio origen a sus relatos.
El ritual de sacrificio en honor a Huitzilopochtli se acredita por la alineación del Huei Tzompantli con el adoratorio sur del Templo Mayor, donde residía este dios solar de los mexicas, en contraste con la alineación del Templo de Ehécatl, que miraba de frente al adoratorio de Tláloc, asegura Vázquez Vallín.
“No era extraño que se sacrificaran individuos por cientos”, dice, y éste es otro de los elementos que fortalece la hipótesis, ya que en las labores de excavación se recuperaron de la superficie y de los laterales de la plataforma más de 10,000 fragmentos de hueso, que de acuerdo a un cálculo probabilístico propio de la antropología física podrían corresponder a un número mínimo de 221 individuos, la mayoría de ellos varones jóvenes, que se sumarían a los 350 cráneos que han permanecido incrustrados en la torre por más de 500 años.
De la estructura sólo se han desprendido 80 cráneos completos para realizar estudios de laboratorio. Llama la atención que prácticamente todos tienen “horadación consistente para tzompantli”, es decir, huella de haber sido atravesados por las sienes por un instrumento de punta y contundente.
Y éste es otro elemento que apuntala la hipótesis de que los cráneos encontrados pudieron haber sido exhibidos en el Gran Tzompantli o en otros, ya que incluso algunos tienen marcas de haber estado a la intemperie.
Un detalle llama la atención de las arqueólogas Lorena Vázquez e Ingrid Trejo, y eso ha problematizado la interpretación: las calaveras que integran la torre no están “mirando” hacia un sólo lado, sino que unas “miran” hacia el exterior y otras hacia el interior del redondel, dependiendo de su posición en la estructura, y algunas más tienen marcas de haber sido calcinadas antes de pasar a formar parte de la edificación.
Fray Diego Durán, otro historiador del siglo XVI, ofrece un relato que podría explicar el porqué de los cráneos calcinados, a partir de un rito de clausura que en algún momento mandó realizar el tlatoani Ahuízotl.
De acuerdo con la cosmovisión mexica, en la cabeza residía el tonalli, una de las tres entidades anímicas de los seres humanos, que dotaba a los individuos de fuerza vital y voluntad y se alimentaba con el calor del Sol, de allí que estuviera asociada al dios solar Huitzilopochtli. Y por esa razón, sólo se exhibían cabezas en el tzompantli, refiere Lorena Vázquez Vallín.
En la religión mexica, la ofrenda de vidas humanas a los dioses tenía un carácter religioso conectado con la vida práctica. La idea de que la muerte era necesaria para que la vida continuara, estaba muy arrraigada y, por ejemplo, morir en la guerra era una aspiración para todo joven guerrero mexica.
Los cautivos que morían en el Techcatl —piedra de sacrificio— irían a acompañar al Sol y formarían parte de ese continuo vital, que implicaba que un sacerdote les extrajera el corazón y luego colocara su cabeza en el Gran Tzompantli, de cara al adoratorio de Huitzilopochtli.
El mito del dios solar que se alimentaba de corazones humanos para tener la fuerza suficiente y ganar cada día la batalla contra las fuerzas nocturnas —la Luna y las estrellas— es el fundamento original de ese sentido mutuo de pertenencia y necesidad entre los dioses y los humanos, que se concreta en la práctica sacrificial.
“En ese sentido, estos ritos no son de muerte sino de vida, sacrificaban para que la vida continuara”, remata la arqueóloga.
“Algunos terminaban como ofrenda en el Templo Mayor, algunos de esos cráneos se reutilizaron, pintaron y decoraron, por ello sabemos que también había mujeres entre ellos. También hay ya estudios que nos permiten saber la procedencia de los individuos; vemos en lo general que las víctimas de sacrificio fueron diversas: mujeres, niños y personas que quizá provenían de otros lugares, pero que después de mucho tiempo de vivir en Tenochtitlan murieron sacrificadas. Es un panorama complejo y diverso”. señaló Ximena Chávez.
Vía: El Economista