Los voladores
Cientos de ojos curiosos nos observan. Algunos entienden lo que hacemos, otros ni siquiera alcanzan a comprender el porqué de nuestro “baile”.
Solo murmuran y sueltan risitas tímidas casi inaudibles, como si eso les otorgara cierto aire de superioridad sobre los demás.
Especialmente sobre nosotros…
Quizá nunca entenderán, es por eso en especial que no puedo permitir que sus burlas me afecten.
Cierro los ojos y me concentro en lo que de verdad importa. Tomo el hacha ceremonial entre mis manos y comienzo a danzar alrededor del poste. Mis compañeros me siguen, y la multitud expectante se sume en el más absoluto silencio.
Con movimientos decididos doy rienda suelta al sonido de mi tambor. Luego dejo que la flauta lo acompañe. Escucho a lo lejos algunos susurros de asombro. También algunas palabras huecas que menosprecian nuestro arte con frases hirientes: “¿Eso es todo?” “¡Pues no lo veo tan impresionante!”
Inhalo lentamente y sigo danzando.
El eco de mi música comienza a transportarme a otro plano. Viajo a un mundo donde no soy el “indito del tambor”. En este universo soy un artista consagrado admirado por su pueblo. Aquí el sol me pega de lleno en el rostro sin que me obligue a cerrar los ojos. Aquí las nubes me acarician mientras me susurran palabras de aliento al oído…
Abro los ojos. Algunos impacientes se marchan del lugar. “No venimos a ver bailar a cinco indígenas sin ritmo” les oigo decir.
Que se vayan. Solo los privilegiados serán testigos del momento en que los hombres se hacen uno con el Cielo.
Ha llegado el momento de iniciar el ascenso. Primero subo yo, el Caporal. Cada escalón de soga me aleja de los humanos ingratos y me acerca más a los dioses benévolos. Sonrío. Me muero por dejar el suelo. Ahí abajo no soy nadie, solo soy un indio más que hace de todo para ganarse una mugrosa moneda. Allá soy solo una molestia, pero aquí, en el Palo Volador, me convierto en parte del mismo Cielo y me transformo en leyenda…
Al fin llegó hasta mi improvisado observatorio. Vuelvo a tocar el tambor y la flauta. Miro hacia abajo. El número de curiosos ha aumentado. Incluso los necios desesperados que se fueron hace unos momentos han vuelto.
Está bien, nosotros no discriminamos. Si así lo desean pueden ser parte de esta danza cósmica que nos hace uno con el universo.
Uno a uno mis compañeros se dejan caer al vacío. Giran imparables ante el asombro creciente de un público incrédulo e insatisfecho.
La música no cesa. El canto de mis instrumentos debe durar cincuenta y dos vueltas. Es imperativo completar el sagrado ciclo de la vida. Las vueltas se suceden una tras otra acercándose inevitablemente al triste final.
No quiero que ese momento llegue. No deseo bajar. Aquí soy el centro de un momento mágico, el punto medio entre el norte, el sur, el este y el oeste… la unión entre la magia divina y la inconsistencia mortal, el puente entre dos mundos de distinta forma y contrastante color…
Aquí puedo ser yo, pero allá abajo solo soy el que los demás desean ver…
Mis compañeros ya han puesto los pies sobre la tierra. Corren alegres alrededor del poste, como si la vida fuera un juego que estamos en posibilidades de ganar.
Suspiro y desciendo lentamente. El ciclo de la vida se ha cumplido nuevamente, y tras cincuenta y dos incontenibles giros la realidad me golpea otra vez.
Agacho la cabeza y me quito el sombrero de plumas. Coloco su interior de cara al sol e inicio el pesado peregrinar hacia la multitud.
Una moneda, dos, tres o cuatro. Qué más da. Ni todas las riquezas del mundo se comparan con la sensación de estar allá arriba y sentir que eres capaz de todo, incluso de llevar a cabo la más grande hazaña en este mundo:
Volar…
Texto por Daniel Abrego
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