Tláloc tenía su manera de obtener almas en el gran lago de Tenochtitlán y lo hacía a través de la temida criatura de nombre Ahuízotl, una bestia despiadada que asediaba a los macehuales (ciudadanos mexica) que se acercaban a la rivera del lago.
La leyenda lo relata como un animal de gran tamaño semejante al coyote pero con características más horripilantes como una larga cola que terminaba con una gran mano con garras que usaba para atrapar a sus víctimas y ahogarlas.
Otras característica espeluznante era su pelo gris y resbaladizo que lo hacían parecer un ser acuático pero cuando salía del lago se volvía duro y puntiagudo, asimismo tenía manos y pies de mono.
La presencia del Ahuízotl
El Ahuízotl estaba al servicio de las deidades acuáticas como Tláloc y Chalchiuhitlicue por lo que era muy sigiloso y no se podía saber cuando y en dónde iba a aparecer que podría en las charcas o cuerpos de agua, pero una señal que delataba su presencia eran los remolinos que arrojaban ranas y peces fuera del agua.
Sacrificios para Tláloc
Se sabía que la bestia del agua no mataba al azar, al contrario, las víctimas eran escogidas por las los deidades del agua que ordenaban el sacrificio de algunos elegidos.
Para lograr su cometido el monstruo lloraba como un bebé o hacía movimientos en el agua como si fueran peces para llamar la atención de pescadores.
A los elegidos les esperaba un trágico final con el Ahuízotl, quien gustaba por despojar de ojos, uñas y dientes a sus víctimas para regresarlos tres días después y que fueran hallados flotando en el agua.
Era costumbre que a las víctimas fallecidas se les honrara especialmente porque se les consideraban como elegidos de los dioses y sus almas podrían residir en el Tlalocan, el paraíso del señor Tláloc.
Esto escribió sobre el Ahuízotl el cronista del México originario Fray Bernardino de Sahagún:
«Un Ahuizotl es del tamaño de un perro con orejas puntiagudas, manos como de mapache o mono, cubierto con una pelambre de color gris oscuro a negro de consistencia resbalosa. Parecen hechos de hule.»
«[..] En medio del oleaje espumoso, la víctima se hundía en el agua y el Ahuizotl la llevaba hasta su cueva debajo del agua, donde le arrancaba los ojos, los dientes y las uñas. Posteriormente, cuando el cadáver era arrojado a la superficie, los únicos autorizados para recogerlo eran los sacerdotes de Tlaloc, ya debían sepultarlo en alguno de los cuatro templos dedicados a él. [..]»